Por: Reiner Matos Franco. COLMEX.
Pocos saben que la revolución rusa comenzó con una protesta de mujeres. El 23 de febrero de 1917 un colectivo de trabajadoras se reunió en las calles de Petrogrado —así se llamaba San Petersburgo en esos tiempos de guerra mundial para que no sonara “muy alemán”, cortesía del zar Nicolás II— a marchar en respuesta al desabasto provocado por el esfuerzo bélico y contra una guerra que se veía perdida. En aquellos días el imperio ruso utilizaba el Calendario Juliano, por lo que en el Gregoriano la fecha correspondía al 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Esa tarde los varones decidieron apoyar a sus esposas, hermanas y compañeras marchando por la ciudad. Al día siguiente ya había 150 mil trabajadores en la calle saqueando tiendas y depósitos. Para el 25 de febrero 200 mil personas pedían la renuncia del zar y la salida de la guerra, todo de manera espontánea, sin otro líder más que la indignación y desesperación de los sublevados. El 2 de marzo, tan sólo una semana después de aquel desfile de faldas, Nicolás II se vio obligado a abdicar.
Las conmemoraciones más sonadas de un suceso histórico suelen darse cuando se cumple en años un múltiplo del 10. O del cinco, porque es la mitad del 10. La tradición consuetudinaria de conmemorar eventos importantes en una fecha que termine en cero obliga a hacer algo, lo que sea, para conmemorar (no necesariamente “festejar”) la revolución rusa de 1917 en el año 2017, 100 años después. Y no sólo por tradición: la revolución rusa fue acaso el evento más determinante del siglo XX.
En México los libros de texto nos enseñaron que la revolución mexicana era algo en general muy positivo: que había que derribar al “tirano” Díaz y al “chacal” Huerta, que la tierra es de quien la trabaja y que sufragio efectivo equivale a no reelección. Con la revolución rusa —la de octubre, cabe entender— ocurrió algo muy similar como génesis del Estado que existió durante los siguientes 74 años, la Unión Soviética. La mitología del nacionalismo revolucionario mexicano era casi tan sólida y legítima como la mitología recurrente del revolucionario Estado soviético; la diferencia estribaba en los métodos de su imposición cotidiana. Acaso sólo el kemalismo turco como proyecto político haya tenido la misma robustez en el largo aliento del corto siglo XX. Las dos grandes revoluciones del siglo pasado siguen siendo, en las monografías históricas al menos, la mexicana de 1910 y la rusa de 1917, por encima incluso de las rupturas importantísimas que representaron las revoluciones china de 1911 y la alemana de 1919.
Mientras que en la actualidad la revolución mexicana se festeja en los ámbitos público y privado, la rusa apenas se conmemora entre pocos grupos. Entre los festejos entusiastas de la revolución en México se ven bigotes postizos cada 20 de noviembre; se escucha La Adelita en la radio y los niños representan en las escuelas —con jergas al hombro y caballos de palo si hace falta— los momentos álgidos de aquel evento. La revolución rusa, en cambio, no es algo que amerite ya mucha celebración más que entre los herederos del bolchevismo: los allegados al Partido Comunista de la Federación Rusa, principal oposición política en Rusia desde 1995. La diferencia entre Rusia y México estriba en que la matriz de interpretaciones de la “revolución rusa” es mucho más amplia y heterogénea que la de la “revolución mexicana” pese a que, curiosamente, el primero fue un evento más corto, contenido en el ánfora de un año redondo (1917), mientras que la “revolución mexicana” inicia claramente en 1910 y no sabemos cuándo terminó: si en 1917, 1929 o en 2000.
Valga iniciar por lo obvio para comprender esta diferencia: en Rusia hubo más de una revolución a inicios del siglo pasado, independientemente de si se lee como un solo proceso o varios —en realidad también se puede argumentar que México tuvo más de una revolución entre 1910 y 1930—. La historiografía registra al menos tres grandes revoluciones rusas: la de 1905 —que habrá que dejar de lado por ahora— y las de Febrero (marzo) y Octubre (noviembre) de 1917.
Cuando se habla de “la revolución rusa” se comete una especie de sinécdoque que engulle a febrero y se reduce a octubre, resultado obvio luego de tantas décadas bajo la impronta del “glorioso” Octubre bolchevique. No obstante, sin duda es curioso que la revolución de febrero no se haya recuperado en Rusia al caer la Unión Soviética en 1991. Curioso por lo que aquélla significó: la ruptura con el zarismo después de 370 años —y con el sistema monárquico tras un milenio— y la creación de un “Gobierno Provisional” que, pese a su corta duración (febrero-octubre de 1917), encabezó una república federal, democrática, patriótica, parlamentaria y plural. Queda como pregunta abierta a los historiadores por qué la Rusia de Yeltsin en la década de 1990 —también patriótica, democrática, federal y plural, aunque presidencialista— no reclamó algún terruño de herencia, alguna continuidad, en el corto momento democrático emanado de febrero. Acaso Yeltsin decidió que todo lo que sonara a “revolución” después de 1991 era negativo para su proyecto político, pese a que él mismo llevó a cabo una revolución descomunal en ese año.
Por más desvaída que fuera, a partir de 1991 la idea era un poco que febrero y octubre venían junto con pegado. La simbología del nuevo régimen no dejaba mentir: en 1991 Yeltsin rebautizó Leningrado como “San Petersburgo”, título zarista, en vez del “Petrogrado” que ostentó la ciudad durante ambas revoluciones. En 1993 el Estado ruso (presidencialista, democrático) retomó el escudo de armas zarista del águila bicéfala coronada y no el republicano de 1917, diseñado por el gran dibujante Iván Bilibin (1876-1942), con el águila pero sin corona. Por alguna (extraña) razón, el Banco Central de Rusia fue la única institución que adoptó en 1992 este escudo republicano y lo imprimió en billetes y monedas, pero sus autoridades se han empeñado en negar que se trate del mismo símbolo de febrero de 1917. En 2014 un funcionario del Banco Central tuvo que aclarar que, aunque “en realidad” el diseño sí pertenece a Bilibin, “difiere ligeramente” del escudo del Gobierno Provisional; se trata, en cambio, de un esbozo que Bilibin usó en el registro oficial de sus ilustraciones para cuentos populares. La diferencia era minúscula, casi ridícula: el número de plumas del águila. O sea: lo interesante es que nadie reivindica a la revolución de febrero en la Rusia republicana actual. De hecho, en 2016 se restauró la corona sobre el águila bicéfala en las monedas rusas.
No es sencillo desasociar febrero de octubre en retrospectiva, pero si uno pudiera situarse en la antesala del golpe bolchevique, la noche del 24 de octubre de 1917, en las últimas horas de vida del Gobierno Provisional y sin saber lo que ocurriría enseguida, se vería que la revolución de febrero fue un evento de proporciones inconmensurables, verdaderamente revolucionarias. A partir de febrero de 1917 Rusia se convirtió en el Estado más progresista de Europa cuando antes había sido el más conservador. La revolución de febrero hizo que el emperador más poderoso de la Tierra, tras un breve diálogo en un tren con un puñado de politiquillos, abdicara con una calma asombrosa, reflejo de la irreversibilidad de los hechos. Se separó a la Iglesia del Estado, el cual se encargó de todas las escuelas. La libertad de expresión y prensa fue, salvo pocas excepciones, realmente ilimitada. Se abolió la pena de muerte. Se impuso un federalismo que dio autogobierno a provincias como Finlandia, Ucrania y Estonia, las cuales reconocieron al Gobierno Provisional a cambio de mantener su autonomía. Apenas unos años atrás todo ello parecía impensable en la Rusia zarista.
Dejando de lado a los nombres de octubre (Lenin, Trotsky), febrero trajo a personajes verdaderamente revolucionarios en sus ideas, formas y discursos. Alexánder Kérenski (1881-1970), por ejemplo, fue una figura por entero revolucionaria, radicalmente distinta de lo hasta entonces conocido. Kérenski era un hombre de siglo XX. Hasta que él irrumpió como primer ministro en julio de 1917, Rusia había sido gobernada por personajes decimonónicos, tanto en su apariencia física como en su visión política. Contrario a sus colegas diputados en la Duma, Kérenski no usaba vello facial ni cabello alborotado, sino la moda joven: lampiño, casquete corto, camisa cerrada. A medida que su visibilidad pública avanzaba paralela a su ambición política, dejó de usar corbata y optó por cuellos cerrados y botas militares. Mientras estuvo al frente del Gobierno Provisional surgió un culto popular —espontáneo— a su personalidad, que él aprovechó distribuyendo retratos suyos entre las masas. Fue pintado por Iliá Riepin y adulado en los versos de Marina Tsvetáieva. De alguna manera, Kérenski se convirtió en sustituto del zar como receptor de peticiones populares. No es exagerado decir que pudo haber sido el Napoleón del siglo XX (en más de una fotografía aparece, emulando al corso, con la mano derecha metida entre los botones de la camisa). El historiador Boris Kolonitskii indicó que el “culto a Kérenski” fue el factor más importante de la vida política rusa en el verano de 1917. Un soldado escribió: “Vivo en las trincheras, pero olvido mis problemas y soy feliz porque un dirigente tan glorioso y amado como el ministro Kérenski está a la cabeza de nuestro revolucionario ejército del pueblo”.
La aplastante mitología de la revolución de octubre y la volatilidad de la política rusa en 1917 hizo de Kérenski una figura olvidada de un día a otro. En buena medida, él fue el responsable. La consecuencia obvia de su culto lo convirtió en el único a quien culpar por los problemas de Rusia hacia el otoño de 1917. En agosto, cuando repartió armas a los bolcheviques para que ayudaran a contrarrestar el alzamiento del general Lavr Kornílov, el primer ministro selló su destino: las armas quedaron en manos de los partidarios de Lenin y facilitaron la toma de Petrogrado y los principales edificios de gobierno un par de meses después. Asimismo, consumada la revolución de octubre, pocos se tomaron la molestia de apoyar una restauración de Kérenski: el mejor aliado de los bolcheviques fue la apatía de los guardias civiles de Petrogrado y la poca fe en una causa —la de febrero— que se veía rebasada.
Por otro lado, sopesar el legado revolucionario de febrero no resta originalidad a octubre. Es innegable que los bolcheviques profundizaron la revolución rusa en toda faceta. Lenin instauró el primer gabinete en la historia mundial que incluyó a una mujer como ministra, Alexandra Kollontái (1872-1952). Este gobierno fundó sistemas gratuitos y universales de educación pública y de salud, conquista que sobrevive hasta la fecha en la Federación Rusa —y que sigue siendo uno de los pilares intocables del pacto social entre gobierno y sociedad rusos—. Asimismo, se legalizó e hizo gratuito el aborto (gracias al empuje de las teorías feministas de Kollontái) e incluso se despenalizaron las relaciones homosexuales “privadas, adultas y consensuadas” —aunque volverían a prohibirse más tarde, en 1933—. Incluso la forma de gobierno soviética contenía una originalidad inimitable, profundamente atípica, revolucionaria: el Partido lo era todo y el gobierno venía en segundo plano. De ahí que el secretario general del Partido Comunista fuese el mandamás de la política soviética, por encima de los jefes de Estado y de gobierno.
La revolución, se apellidara de febrero o de octubre, tuvo tanta legitimidad entre la gente común en Rusia en los cuatro años posteriores a 1917 que los dos bandos de la guerra civil (1917-1921), “rojos” (bolcheviques) y “blancos” (antibolcheviques), usaron de algún modo la bandera política “revolucionaria”. Los generales blancos, pese a que hicieron carrera en la burocracia militar y fueron fieles al zarismo (Kornílov, Denikin, Kolchak) o a que pertenecían a la nobleza (Mannerheim, Skoropadski, Wrángel), desecharon el monarquismo tras la revolución de febrero; de hecho, combatieron en nombre del Gobierno Provisional o bien juraron fidelidad a nuevos Estados independientes como forma de aferrarse a un orden superior (la “Nación”) de entre las ruinas del mundo que conocieron. Éste fue el interesantísimo caso de Mannerheim en Finlandia o el de Skoropadski en Ucrania, mientras que Kolchak se autonombró “Líder Supremo de Todas las Rusias” bajo una dictadura militar en Siberia, sin viso ninguno de restauración zarista.
Acaso el único objetivo político común de los blancos durante la guerra civil era restaurar la Asamblea Constituyente que Lenin clausuró en enero de 1918 y que “El Pueblo Ruso” —tan idealizado por aquéllos como por las mentes bolcheviques— eligiera libremente a sus representantes. El problema fue que todos los partidos y los politiquillos que no eran bolcheviques —incluyendo a partidos radicales como los “Socialistas Revolucionarios” y sus tácticas terroristas— se pasaron del lado blanco y llevaron a él sus propias tensiones políticas. No obstante, la legitimidad común y la irreversibilidad de la “Revolución” (insisto: sin apellidos) fue prácticamente ubicua durante la guerra civil, excepto en algunos grupos ultramonárquicos de reducida influencia.
La celebración de la revolución de octubre en Rusia pasó a segundo plano no en 1991, sino desde 1945. La masificación en estadísticas, en esfuerzo y sufrimiento que significó la Segunda Guerra Mundial (en Rusia, “Gran Guerra Patriótica”), en la que murieron alrededor de 24 millones de soviéticos a manos enemigas, hizo que mayo arrebatara la estafeta a octubre en los años venideros. Hasta la fecha, el desfile militar cada 9 de mayo es la fiesta cívica más importante de Rusia, mientras que la conmemoración de la revolución de octubre (y, ya ni se diga, la de febrero) ha pasado a significar poco —si es que, para empezar, alguien logra atinar en qué día cae—. El “Día de la Revolución” (de octubre) dejó de tener un lugar en el calendario cívico desde 1991. En cambio, se restituyó la celebración zarista del 4 de noviembre como “Día de la Unidad Nacional”, que conmemora la expulsión de los invasores polacos de Rusia en 1613. La fecha de esta festividad es (ligeramente) más conocida y celebrada actualmente que el día en que estalló la revolución de octubre, el cual “celebran” sólo 14% de los rusos.
La gran paradoja en la opinión pública rusa hoy por hoy respecto a este tema es que, si bien los encuestados no saben en qué día se conmemora octubre, hay un sentimiento generalizado de nostalgia por el sistema soviético que abunda en la sociedad. Esta nostalgia se manifiesta en que 56% de la población “lamenta” la caída de la URSS, 28% no ve en su desaparición motivo de orgullo, 51% considera que pudo evitarse y 44% desea que la Unión Soviética y su sistema (político, económico, social) sea restaurado. Adicionalmente, la percepción del “papel de Lenin en la historia del país” ha mejorado de 2006, cuando 40% consideraba que era total o parcialmente positiva, a 2016, cuando las mismas respuestas sumaron 53% de positividad.
En suma: pese a que desaparecieron del calendario cívico, y a que las revoluciones de febrero y octubre no quitan el sueño al ruso promedio, éste sigue añorando el sistema emanado de la última: el que no era ni democrático ni de “libre mercado”, pero sí ordenado, predecible y más sencillo de asir (y de darle la vuelta) en la vida cotidiana.
Es un misterio la forma en que el gobierno ruso conmemorará la revolución de octubre. La escasa organización de algo (lo que sea) para ese efecto a fines de 2016 era insuficiente como para pensar que se le dio seriedad en el largo plazo a uno de los eventos más determinantes de la historia mundial reciente. No caeré en el lugar común de señalar que Rusia debe “reconciliarse con su pasado”, pero sí es claro que la forma en que se conmemoren estos eventos determinará hasta qué punto Rusia se adjudica el protagonismo que tuvo en el siglo XX —y el que le corresponde en el XXI.