domingo, 7 de abril de 2019

El café berlinés que odiaba Goebbels

Francisco Uzcanga Meinecke, director de los departamentos de Español y Estudios Culturales en la universidad alemana de Ulm, estaba buscando información para escribir un ensayo sobre el mundo de la cultura en el Berlín de entreguerras cuando se topó con un párrafo que le llamó la atención: "Los judíos bolcheviques están sentados en el Romanisches Café y urden ahí sus siniestros planes revolucionarios; por la noche invaden los locales de esparcimiento de la Kurfürstendamm, se dejan incitar al baile por orquestas de negros y se ríen de las miserias de la época". Cuando leyó que su autor era Joseph Goebbels, el famoso ministro de Propaganda de Hitler, pensó para sí mismo: "Debía de ser un lugar fascinante".
Indagó sobre el local, que ya no existe, y descubrió que, durante los convulsos años en que Alemania pasó de la hiperinflación galopante y el trauma de Versalles al ascenso nazi al poder, el Romanisches Café fue lugar de reunión, debate y borracheras de tantos artistas, intelectuales y periodistas que hoy ocupan un lugar destacado en la historia que basta con citar unos pocos (Albert Einstein, Bertold Brecht, Billy Wilder, Joseph Roth, Otto Dix…) para entender su importancia. Fue entonces cuando decidió convertir la cafetería en el tema central de su libro, publicado por la editorial Libros del K.O. con el título El café sobre el volcán, que parafrasea una expresión alemana referida a la República de Weimar: "El baile sobre el volcán".

“El Romanisches encarnó el Berlín de aquella época. Es decir, todo aquello que odiaban los nazis: el cosmopolitismo, la modernidad, la literatura de asfalto…”, asegura Uzcanga Meinecke por teléfono desde Alemania. Las cafeterías berlinesas, añade, representaban el concepto antagónico de las cervecerías bávaras en las que germinó el nazismo.

Ubicado en la célebre avenida Kurfürstendamm, el Romanisches se convirtió en lugar de moda por casualidad, cuando los miembros de una tertulia abandonaron enfadados una cafetería cercana y recalaron allí. “Quizás tan solo porque llovía y estaba al lado", señala el autor. El sitio -céntrico, grande, acristalado y con una amplia terraza- fue ganando fama.

En su apogeo, en la primavera de 1929, era tan popular que los autobuses turísticos se detenían frente a él. "Allí se mezclaban todos: habituales, buscavidas y turistas", resume Uzcanga Meinecke. Elias Canetti, entonces un traductor adolescente, describía el sitio como una mezcla nada virtual de lo que hoy serían Twitter, Tinder y LinkedIn juntas: "Las visitas al Romanisches Café, que por supuesto eran placenteras, no eran solo eso: nacían de la necesidad de exhibirse, de automanifestarse. Nadie se resistía a ello. Quien no quería ser olvidado tenía que dejarse ver por ahí". Pocos años antes, el sitio figuraba en una guía alternativa sobre gemas desconocidas en la zona.
Acudía en esa época una actriz casi anónima, Marlene Dietrich, que rodaba con Josef von Sternberg el film que le lanzaría al estrellato, El ángel azul. Quien ya era famoso entonces (había ganado el Nobel ocho antes) era otro habitual, Albert Einstein. No tenía mesa fija, pero cuando llamaba le reservaban una mesa a la que a veces acudía acompañado de alguna admiradora, lo que le ganó el apelativo del "marido relativo". Stefan Zweig o Thomas Mann, que vivían respectivamente en Salzburgo y Múnich, lo frecuentaban cuando pasaban por la capital.
Allí compartíeron mesa dos conocidos actores, Heinrich George y Peter Lorre. El tiempo les reservaría destinos muy distintos. George, que había militado en el partido comunista, se sumó con entusiasmo a las películas de propaganda nazi y murió en un campo de concentración soviético tras la guerra, en 1946. Lorre emigró a Estados Unidos a raíz de la victoria electoral de Hitler y acabó rodando a las órdenes de John Huston, Alfred Hitchcock, Frank Capra o Michael Curtiz. Hoy es considerado uno de los mejores secundarios de la historia del cine.

En una ciudad con más de cien productoras, cuatrocientas salas de cine y cuna de obras maestras del expresionismocomo El gabinete del doctor Caligari, Nosferatu o Metrópolis, no es de extrañar que un grupo de jóvenes preparase su ópera prima en el Romanisches. Eran cuatro cinéfilos empedernidos con tres elementos en común: proceder del este, ser judíos y haber recalado en Berlín soñando con una carrera detrás de la cámara. Con un presupuesto exiguo, gestaron una película muda, Los hombres del domingo, con actores aficionados que se representaban a sí mismos y rodada en parte en la terraza del café porque el dueño no les cobraba por ello. Esa enigmática secuencia en el Romanisches (un diálogo seductor interrumpido por el hallazgo de una oruga en uno de los vasos) dio inicio a las carreras de Billy Wilder, el genio que acabaría firmando El apartamento, Perdición o Con faldas y a lo loco y al que Fernando Trueba dedicó su Óscar porque no creía en dios pero sí en él; Fred Zinnemann, cuatro estatuillas por clásicos como Solo ante el peligro o De aquí a la eternidad; Robert Siodmak, un nombre fundamental del cine negro; y Edgar G. Ulmer, famoso por sus largometrajes de serie B.

También frecuentaban el café personajes peor tratados por el filtro de la historia, pero que formaban parte de su esencia. Es el caso de la actriz Elizabeth Bergner, que iba de mesa en mesa provocando a los clientes masculinos con la frase "El único hombre que me ha hecho daño ha sido mi dentista", o de su colega de profesión Ruth Landshoff, "a veces gallina, a veces gallo", como solía describir su bisexualidad.

Así fue hasta el inicio de la década de los Treinta, cuando empezó a palparse el fin del ciclo glorioso del Romanisches. Tocado por el abandono de algunas de sus viejas glorias y los efectos en Alemania del ‘crack del 29’ neoyorquino, se hundió definitivamente en marzo de 1933, cuando una patrulla nazi entró y destrozó el mobiliario. Dos meses antes, Hitler había sido nombrado canciller. No están muy claros los detalles del episodio, pero sí que a partir de ese día el Romanisches dejó de ser el Romanisches. “Se convirtió en un café vulgarcito y normal. Escribir una crónica de esos diez años sería dejar muchas páginas en blanco", señala el autor tras recordar que con el paso del tiempo "en torno al 70% de los clientes del café se fue al exilio, bastantes acabaron en los campos de concentración y unos pocos, no judíos, en el exilio interior".

El edificio perduró hasta 1943, cuando fue bombardeado por la fuerza aérea británica en el marco de la Segunda Guerra Mundial. El café desapareció, pero su nombre siguió vivo en las mentes de algunos nazis como sinónimo de inferioridad y decadencia. Con Alemania camino de la derrota, el presidente del máximo órgano judicial del Tercer Reich, Roland Freisler, dictó en 1944 las sentencias contra los organizadores de la Operación Valquiria, una fallida conspiración de militares aristócratas para asesinar a Hitler. Al condenar a muerte a uno de ellos, Adam von Trott, se lanzó a describirle a gritos: "Una triste figura tanto en cuerpo como en espíritu, tanto en la actitud vital como intelectual; el prototipo de intelectual ingeniosillo, desarraigado y sin carácter del Romanisches Café". "No se le ocurrió insulto peor", señala Uzcanga Meinecke. "Tampoco necesitaba decir más para que entendieran al tipo de gente al que se refería".

Durante muchos años apenas quedó allí un solar que albergó números circenses, espectáculos de lucha libre y hasta un podio para oradores mesiánicos. Luego se instalaron unos barracones con puestos de comida rápida y una sala de cine X. Hoy ocupa el lugar un centro comercial con una cafetería bautizada Romanisches. “Estoy seguro -lamenta- de que el 90% de sus clientes no sabe que se llama así en homenaje a un café legendario que hubo allí”.

Fuente: Publicado en "El País" 04/06/2018 https://elpais.com/cultura/2018/04/17/actualidad/1523978920_612022.html 

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