El 10 de junio de 1962, Centenario de la canonización de los 26 mártires, el sueño se convirtió en realidad. Ante peregrinos llegados de diversas partes del mundo, el alcalde de Nagasaki descubría el monumento destinado a perpetuar el mensaje de los mártires. Junto al monumento (hecho en el mismo lugar de su martirio) una pequeña higuera que traía en sus hojas sol de México, hundía las raíces en tierra española de los montes de Guipúzcoa. Está hecho de granito y bronce; la piedra moteada de rojo ha sido arrancada de las canteras de Okayama, la patria de San Diego Kisai. El muro fue diseñado por el arquitecto Kenji Imai y las imágenes son obra del escultor Angélico Yasutake Funakoshi.
Sobre unas gradas, en las que incrustaciones de mármoles diversos presentan motivos martiriales: lanza, soga, fuego, se levanta un muro de piedra de 6 metros de alto por 17 de largo. El muro hace de marco a una gran cruz de bronce en la que destacan las imágenes de los santos. Cuatro años de trabajo. Cada imagen es un estudio acabado, con personalidad propia. El conjunto, sin embargo, obedece a una sola idea: Los mártires cantando suben de la cruz al cielo. Mira hacia el sur por eso el sol en su curva diaria va iluminando las imágenes desde todos los ángulos. Cuenta el escultor Funakoshi que la primera vez que vio su bronce bajo la fina lluvia de junio, las gotas que resbalaban por las mejillas de los tres niños, le quemaban el corazón sentía como si fueran sus hijos.
Un comentario que se oyó varias veces en aquellos días de la inauguración del monumento era este: "hace falta tener fe para poder producir una obra así". Sí, el monumento es obra de fe y amor. Delicadamente lo dice el mismo artista al terminar una autocrítica de su obra: "Seré feliz si con ojos benévolos miran mi obra como el sencillo esfuerzo de un hombre de fe débil que ha querido acercarse, por lo menos un poco, a la expresión de lo que fueron las figuras y el espíritu de unos mártires de hace trescientos sesenta y cinco años" Angélico Yasutake Funakoshi. Por detrás el monumento presenta una visión completamente distinta. Toda la superficie está cubierta de trozos de roca con los que el arquitecto Kenji Imai ha simbolizado el camino de los mártires: ese mes de ruda peregrinación, soportando las inclemencias del tiempo, que llevó a los 26 santos desde Kioto a Nagasaki.
También aquí campea una idea vigorosamente expresada: los mártires son un racimo de uvas que, exprimido en el lagar de la cruz, se convierte en el mosto generoso del sacrificio. "Sursum corda" (arriba los corazones), "Deus in itinere" (Dios en el camino), son frases en latín, grabadas acá y allá en la roca, que nos hablan de como, aún en aquella marcha de muerte, los mártires iban aromando con oración los campos japoneses. Sosteniendo un mosaico que mira al cielo y habla del cielo, entre el monumento y el museo, una recia columna, modelada imitando un viejo tronco de alcanfor, simboliza la fortaleza invicta de los héroes.
Sobre unas gradas, en las que incrustaciones de mármoles diversos presentan motivos martiriales: lanza, soga, fuego, se levanta un muro de piedra de 6 metros de alto por 17 de largo. El muro hace de marco a una gran cruz de bronce en la que destacan las imágenes de los santos. Cuatro años de trabajo. Cada imagen es un estudio acabado, con personalidad propia. El conjunto, sin embargo, obedece a una sola idea: Los mártires cantando suben de la cruz al cielo. Mira hacia el sur por eso el sol en su curva diaria va iluminando las imágenes desde todos los ángulos. Cuenta el escultor Funakoshi que la primera vez que vio su bronce bajo la fina lluvia de junio, las gotas que resbalaban por las mejillas de los tres niños, le quemaban el corazón sentía como si fueran sus hijos.
Un comentario que se oyó varias veces en aquellos días de la inauguración del monumento era este: "hace falta tener fe para poder producir una obra así". Sí, el monumento es obra de fe y amor. Delicadamente lo dice el mismo artista al terminar una autocrítica de su obra: "Seré feliz si con ojos benévolos miran mi obra como el sencillo esfuerzo de un hombre de fe débil que ha querido acercarse, por lo menos un poco, a la expresión de lo que fueron las figuras y el espíritu de unos mártires de hace trescientos sesenta y cinco años" Angélico Yasutake Funakoshi. Por detrás el monumento presenta una visión completamente distinta. Toda la superficie está cubierta de trozos de roca con los que el arquitecto Kenji Imai ha simbolizado el camino de los mártires: ese mes de ruda peregrinación, soportando las inclemencias del tiempo, que llevó a los 26 santos desde Kioto a Nagasaki.
También aquí campea una idea vigorosamente expresada: los mártires son un racimo de uvas que, exprimido en el lagar de la cruz, se convierte en el mosto generoso del sacrificio. "Sursum corda" (arriba los corazones), "Deus in itinere" (Dios en el camino), son frases en latín, grabadas acá y allá en la roca, que nos hablan de como, aún en aquella marcha de muerte, los mártires iban aromando con oración los campos japoneses. Sosteniendo un mosaico que mira al cielo y habla del cielo, entre el monumento y el museo, una recia columna, modelada imitando un viejo tronco de alcanfor, simboliza la fortaleza invicta de los héroes.
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