El 14 de Noviembre de 1921 había tenido lugar una ceremonia en la Basílica de Guadalupe, con motivo de la toma de posesión de una prebenda en el coro por el presbítero Antonio Castañeda. Terminado el acto, el sacristán pasó unos momentos al presbiterio, llamado por los canónigos del santuario.
En ese momento, de un grupo de obreros que estaban en el templo, se adelantó un individuo pelirrojo, vestido con un overol azul nuevo, a colocar rápidamente un ramo de flores ante la imagen original de Nuestra Señora de Guadalupe. Bajó y un momento después se produjo una tremenda explosión, que sacudió los muros de la Basílica: había estallado una bomba a los pies mismos de la imagen milagrosa.
Luego del primer momento de estupor, los fieles reaccionaron y se dirigieron hacia el grupo de obreros, dispuestos a linchar al culpable. Entonces llegó el presidente municipal de la Villa, quien en esos momentos recibió una llamada telefónica del Presidente de la República, Álvaro Obregón, quien le encargó que "Dé usted garantías al preso que acaban de detener. Yo mando por él". El pelirrojo fue llevado a las oficinas municipales, custodiado por la policía para evitar que los católicos se le fueran encima. El pelirrojo fue finalmente llevado por un camión militar.
De inmediato se acudió a observar qué había pasado con la imagen, se habían caído la cortina que cubre el cuadro, candeleros y floreros, y un pesado crucifijo de bronce que se dobló hacia atrás por la explosión. El ayate de Juan Diego donde está estampada la Virgen de Guadalupe no sufrió ningún daño, ni tampoco el cristal ordinario que la protegía del ambiente, cosa rara -¿milagrosa?- si consideramos que en la misma Basílica y aun afuera hubo vidrios rotos por la detonación.
La comisión nombrada por los clérigos aclaró que el dispositivo explosivo fue un cartucho de dinamita marca Hércules de los que se usaban en las minas, fue colocado en el ángulo que forman las placas de mármol de la parte posterior del altar, entre éste y el marco de mármol en que está el cuadro con la imagen Guadalupana. Se supo también que los obreros que habían protegido en el primer momento al sacrílego dinamitero no eran sino soldados disfrazados. Se supo en fin, que el presidente Obregón había preguntando repetidas veces a los empleados de su Secretaría Particular si no habría algún valiente que se animara a destruir la imagen Guadalupana. El p. Jesús García Gutiérrez consigna también que hubo varias personas que oyeron decir a Obregón en un discurso -la primera vez que vino a México-, que no descansaría hasta limpiar a su caballo con el ayate de Juan Diego.
El domingo 18 se organizó una manifestación por la Arquidiocesis de México, se repartieron volantes, se pronunciaron discursos, y después de que una multitud que desbordaba de la Plaza de Armas echara vivas a la Virgen de Guadalupe, se cantó el Himno Nacional. La Arquidiocesis desplegó 14 estandartes tricolores con la imagen de la Morenita del Tepeyac e iniciaron una marcha hacia la avenida de San Francisco. Por allí se acercaban los bomberos, listos para dispersarlos con las mangueras, pero un grupo de automovilistas católicos bloquearon a los carros de bomberos, permitiendo así la manifestación. Posteriormente volveron a la Catedral entre tañidos de campanas y se cantó un Te Deum en acción de gracias a Dios por haber preservado la imagen milagrosa.
El terrorista que colocó la bomba como menciona Jean Meyer fue Juan M. Esponda, funcionario de la secretaría particular de la presidencia de la República, depositó en medio de un ramillete de flores un cartucho de dinamita, al pie de la imagen de la Virgen.
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