Centro Espacial John F. Kennedy, Merritt Island (Florida, EE.UU.). Miércoles, 16 de julio de 1969.
Pasan pocos minutos de las cuatro de la madrugada, aún es noche cerrada. Unos golpes en la puerta del dormitorio sacan de la cama a Neil Armstrong, comandante del Apollo 11. Deke Slayton, la sombra de los astronautas durante todo el entrenamiento y la preparación de la misión, hoy ha madrugado más que cualquiera de ellos para despertarlos. En el cercano Cabo Kennedy, las celebraciones se han ido extinguiendo.
Tras asearse, Armstrong y sus compañeros de vuelo, Mike Collins y Buzz Aldrin, pasan por turnos una última revisión médica. Todo en orden. A las cinco bajan a desayunar; el chef Lew Hartzell ha vuelto a preparar solomillo –para consternación de Armstrong–, huevos revueltos, pan tostado, zumo de frutas y un café largo. Esta vez, nada de fibra. Deke Slayton repasa con ayuda de un mapa la trayectoria que el Apollo 11 seguirá después del lanzamiento mientras los astronautas escuchan atentamente.
Si el ambiente entre ellos suele ser distendido, en buena parte gracias al sentido del humor de Collins, hoy es diferente. Las frases breves y las caras de concentración hacen patente la tensión de las horas antes del despegue.
Tras dar cuenta de sus platos, los astronautas se ponen en marcha. Lo primero es meterse dentro de los trajes espaciales, escafandra incluida, una empresa para la que cuentan con ayuda del personal técnico. Los trajes estarán presurizados durante el lanzamiento, hinchados con oxígeno puro, para eliminar cualquier rastro de nitrógeno que pueda formar burbujas en su sangre cuando disminuya la presión en el interior de la nave, y para asegurar que pueden respirar si la cabina se despresuriza por accidente.
A las 6.27, Armstrong, Collins y Aldrin salen de los cuarteles del Centro Espacial John F. Kennedy para entrar en la furgoneta que los transportará al complejo de despegue, a 13 kilómetros. Todavía es de noche, pero una multitud de trabajadores de la NASA ha acudido a despedirse y desearles éxito. Enfundado en su aparatoso traje, cargando con una pesada mochila de soporte vital, Neil Armstrong sonríe y saluda antes de entrar en la furgoneta. Lo siguen Mike Collins y Buzz Aldrin, también sonrientes.
El sol empieza a salir cuando llegan al complejo de despegue 39, situado entre Merritt Island y el Cabo Kennedy. Aunque los astronautas no lo notan, el bochorno veraniego de Florida y la humedad procedente del cercano Atlántico empapan las frentes de sudor. El cielo está cubierto de nubes; esta noche ha llovido. En la lejanía se pueden atisbar tormentas eléctricas. Afortunadamente, no se espera que lleguen a Merritt Island.
[‘La Vanguardia’ ofrece a lo largo de esta semana un relato novelado en siete capítulos que rememora la misión Apollo 11 coincidiendo con el cincuentenario de la llegada de los primeros astronautas a la Luna]
Centro Espacial John F. Kennedy, Merritt Island (Florida, EE.UU.). Miércoles, 16 de julio de 1969.
Pasan pocos minutos de las cuatro de la madrugada, aún es noche cerrada. Unos golpes en la puerta del dormitorio sacan de la cama a Neil Armstrong, comandante del Apollo 11. Deke Slayton, la sombra de los astronautas durante todo el entrenamiento y la preparación de la misión, hoy ha madrugado más que cualquiera de ellos para despertarlos. En el cercano Cabo Kennedy, las celebraciones se han ido extinguiendo.
Tras asearse, Armstrong y sus compañeros de vuelo, Mike Collins y Buzz Aldrin, pasan por turnos una última revisión médica. Todo en orden. A las cinco bajan a desayunar; el chef Lew Hartzell ha vuelto a preparar solomillo –para consternación de Armstrong–, huevos revueltos, pan tostado, zumo de frutas y un café largo. Esta vez, nada de fibra. Deke Slayton repasa con ayuda de un mapa la trayectoria que el Apollo 11 seguirá después del lanzamiento mientras los astronautas escuchan atentamente.
Si el ambiente entre ellos suele ser distendido, en buena parte gracias al sentido del humor de Collins, hoy es diferente. Las frases breves y las caras de concentración hacen patente la tensión de las horas antes del despegue.
Tras dar cuenta de sus platos, los astronautas se ponen en marcha. Lo primero es meterse dentro de los trajes espaciales, escafandra incluida, una empresa para la que cuentan con ayuda del personal técnico. Los trajes estarán presurizados durante el lanzamiento, hinchados con oxígeno puro, para eliminar cualquier rastro de nitrógeno que pueda formar burbujas en su sangre cuando disminuya la presión en el interior de la nave, y para asegurar que pueden respirar si la cabina se despresuriza por accidente.
A las 6.27, Armstrong, Collins y Aldrin salen de los cuarteles del Centro Espacial John F. Kennedy para entrar en la furgoneta que los transportará al complejo de despegue, a 13 kilómetros. Todavía es de noche, pero una multitud de trabajadores de la NASA ha acudido a despedirse y desearles éxito. Enfundado en su aparatoso traje, cargando con una pesada mochila de soporte vital, Neil Armstrong sonríe y saluda antes de entrar en la furgoneta. Lo siguen Mike Collins y Buzz Aldrin, también sonrientes.
El sol empieza a salir cuando llegan al complejo de despegue 39, situado entre Merritt Island y el Cabo Kennedy. Aunque los astronautas no lo notan, el bochorno veraniego de Florida y la humedad procedente del cercano Atlántico empapan las frentes de sudor. El cielo está cubierto de nubes; esta noche ha llovido. En la lejanía se pueden atisbar tormentas eléctricas. Afortunadamente, no se espera que lleguen a Merritt Island.
Sobre la plataforma 39A se yergue el titán que cargará a sus hombros al Apollo 11, un coloso que, con una serie de monstruosos fogonazos calculados con precisión, catapultará a tres hombres a la Luna y, una vez cumplido su deber, se desplomará para ahogarse en el océano. Su nombre es Saturno V y es la joya de la corona del programa Apollo.
Con 110 metros de altura y 2.800 toneladas de peso, es el cohete más potente del mundo. Cada uno de los cinco motores F-1 de su primera fase, la primera en activarse, tiene la fuerza de ocho cohetes Saturno I, su predecesor. Construido en una época en la que no existen las simulaciones por ordenador y el diseño avanza a base de ensayo y error –y teniendo en cuenta que un error, en un cohete, es muchas veces una explosión catastrófica–, es una maravilla de la ingeniería.
Irónicamente, el Saturno V, icono de la potencia espacial de Estados Unidos, es hijo de ingenieros extranjeros. Ha sido creado bajo la dirección de Wernher von Braun y Arthur Rudolf, ingenieros alemanes que durante la Segunda Guerra Mundial construían cohetes para el régimen nazi, y que fueron extraídos en secreto por tropas estadounidenses durante la Operación Paperclip. Su desarrollo ha llevado casi cinco años y ha devorado casi un 30% de los 25.200 millones del presupuesto del programa Apollo.
[‘La Vanguardia’ ofrece a lo largo de esta semana un relato novelado en siete capítulos que rememora la misión Apollo 11 coincidiendo con el cincuentenario de la llegada de los primeros astronautas a la Luna]
Centro Espacial John F. Kennedy, Merritt Island (Florida, EE.UU.). Miércoles, 16 de julio de 1969.
Pasan pocos minutos de las cuatro de la madrugada, aún es noche cerrada. Unos golpes en la puerta del dormitorio sacan de la cama a Neil Armstrong, comandante del Apollo 11. Deke Slayton, la sombra de los astronautas durante todo el entrenamiento y la preparación de la misión, hoy ha madrugado más que cualquiera de ellos para despertarlos. En el cercano Cabo Kennedy, las celebraciones se han ido extinguiendo.
Tras asearse, Armstrong y sus compañeros de vuelo, Mike Collins y Buzz Aldrin, pasan por turnos una última revisión médica. Todo en orden. A las cinco bajan a desayunar; el chef Lew Hartzell ha vuelto a preparar solomillo –para consternación de Armstrong–, huevos revueltos, pan tostado, zumo de frutas y un café largo. Esta vez, nada de fibra. Deke Slayton repasa con ayuda de un mapa la trayectoria que el Apollo 11 seguirá después del lanzamiento mientras los astronautas escuchan atentamente.
Si el ambiente entre ellos suele ser distendido, en buena parte gracias al sentido del humor de Collins, hoy es diferente. Las frases breves y las caras de concentración hacen patente la tensión de las horas antes del despegue.
Tras dar cuenta de sus platos, los astronautas se ponen en marcha. Lo primero es meterse dentro de los trajes espaciales, escafandra incluida, una empresa para la que cuentan con ayuda del personal técnico. Los trajes estarán presurizados durante el lanzamiento, hinchados con oxígeno puro, para eliminar cualquier rastro de nitrógeno que pueda formar burbujas en su sangre cuando disminuya la presión en el interior de la nave, y para asegurar que pueden respirar si la cabina se despresuriza por accidente.
A las 6.27, Armstrong, Collins y Aldrin salen de los cuarteles del Centro Espacial John F. Kennedy para entrar en la furgoneta que los transportará al complejo de despegue, a 13 kilómetros. Todavía es de noche, pero una multitud de trabajadores de la NASA ha acudido a despedirse y desearles éxito. Enfundado en su aparatoso traje, cargando con una pesada mochila de soporte vital, Neil Armstrong sonríe y saluda antes de entrar en la furgoneta. Lo siguen Mike Collins y Buzz Aldrin, también sonrientes.
El sol empieza a salir cuando llegan al complejo de despegue 39, situado entre Merritt Island y el Cabo Kennedy. Aunque los astronautas no lo notan, el bochorno veraniego de Florida y la humedad procedente del cercano Atlántico empapan las frentes de sudor. El cielo está cubierto de nubes; esta noche ha llovido. En la lejanía se pueden atisbar tormentas eléctricas. Afortunadamente, no se espera que lleguen a Merritt Island.
Sobre la plataforma 39A se yergue el titán que cargará a sus hombros al Apollo 11, un coloso que, con una serie de monstruosos fogonazos calculados con precisión, catapultará a tres hombres a la Luna y, una vez cumplido su deber, se desplomará para ahogarse en el océano. Su nombre es Saturno V y es la joya de la corona del programa Apollo.
Con 110 metros de altura y 2.800 toneladas de peso, es el cohete más potente del mundo. Cada uno de los cinco motores F-1 de su primera fase, la primera en activarse, tiene la fuerza de ocho cohetes Saturno I, su predecesor. Construido en una época en la que no existen las simulaciones por ordenador y el diseño avanza a base de ensayo y error –y teniendo en cuenta que un error, en un cohete, es muchas veces una explosión catastrófica–, es una maravilla de la ingeniería.
Irónicamente, el Saturno V, icono de la potencia espacial de Estados Unidos, es hijo de ingenieros extranjeros. Ha sido creado bajo la dirección de Wernher von Braun y Arthur Rudolf, ingenieros alemanes que durante la Segunda Guerra Mundial construían cohetes para el régimen nazi, y que fueron extraídos en secreto por tropas estadounidenses durante la Operación Paperclip. Su desarrollo ha llevado casi cinco años y ha devorado casi un 30% de los 25.200 millones del presupuesto del programa Apollo.
Los astronautas se acercan al gigante, imponente junto a la torre de lanzamiento. Lleva allí desde mayo, cuando fue transportado por tierra y agua desde su lugar de nacimiento, el Centro de Vuelo Espacial Marshall, en Huntsville, a más de 1.000 kilómetros de distancia. La nave del Apollo 11 se encuentra en la parte más alta del Saturno V. La tripulación sube hasta la cima en un ascensor; mientras tanto, sus miradas recorren cada metro del majestuoso cohete.
altan pocos minutos para las siete. Armstrong es el primero en salir del ascensor a la pasarela metálica que conecta la torre con la nave, donde los técnicos ultiman los preparativos, encabezados por el ingeniero alemán Günter Wendt, conocido amigablemente como “el führer de la plataforma de lanzamiento”. La presencia del exigente y perfeccionista Wendt antes de un lanzamiento siempre tranquiliza a los astronautas.
Antes de entrar en la nave, Armstrong le entrega a Wendt un ticket para un taxi espacial. “Válido para un viaje entre dos planetas”, reza. El regalo de despedida de Mike Collins es algo más estrambótico: una pequeña trucha –sin disecar– montada en un panel como si fuera un trofeo de pesca. Wendt no sabe qué hacer exactamente con ella. Buzz Aldrin, devoto cristiano, le da una Biblia con la inscripción: “en préstamo permanente a G. Wendt”.
Mientras tanto, 37 metros por debajo, un equipo de ingenieros trabaja frenéticamente para arreglar una fuga en una válvula del sistema que introduce el combustible –hidrógeno– en la tercera fase del cohete, la que se encuentra justo debajo de la nave y que le dará el último impulso cuando se encuentre en órbita. No es un problema grave, así que de momento la cuenta atrás continúa como estaba planeado, declara en directo Jack King, responsable de relaciones públicas de la NASA y conocido como “la voz del Apollo”.
En el interior de la nave, Neil Armstrong ocupa su puesto en el asiento de la izquierda, el lugar reservado para el comandante. A la altura de su brazo izquierdo hay una palanca que le permitirá abortar el lanzamiento en caso de emergencia, una decisión que, como muchas otras, recae sobre sus hombros. No sería la primera vez que el veterano piloto interrumpiera una misión prematuramente para salvar su vida y la de su tripulación.
En el asiento de la derecha se sienta poco después Mike Collins. Será el único de los tres que no abandonará esta nave en los próximos ocho días de viaje, pues se quedará en ella mientras sus compañeros desciendan a la Luna.
Finalmente, Buzz Aldrin, piloto del módulo lunar, se coloca en el centro. Una vez atados los cinturones, los tres astronautas preparan sus trajes y la nave para el despegue, con ayuda de los técnicos. Los rodean más de 400 interruptores; cada uno de ellos debe tener la configuración adecuada para que todo salga bien. Tienen para un buen rato.
A pocos minutos para las ocho de la mañana, finalmente se cierra la escotilla. El aire del interior es reemplazado por una atmósfera de oxígeno al 60% y nitrógeno al 40%. Mientras los astronautas continúan con los preparativos en el interior del Apollo 11, ahora separados del resto del mundo, los ingenieros de la plataforma deciden sortear la válvula defectuosa, que no han podido arreglar tras horas de esfuerzos, y cargan el combustible al cohete directamente desde otro sistema.
Aunque el día sigue nublado, a una hora del lanzamiento las condiciones meteorológicas se mantienen aceptables. Tal y como está calculada, la trayectoria desde Florida hasta el Mar de la Tranquilidad en la Luna, donde debe aterrizar el Apollo 11, es factible un día de cada mes, por las posiciones relativas de la Tierra, la Luna y el Sol. Si hay un imprevisto, el despegue puede retrasarse hasta cuatro horas, ya que las maniobras en el espacio pueden recuperar ese tiempo perdido, pero no más. Un retraso mayor de última hora implicaría que los astronautas pospusieran su viaje hasta el mes que viene, algo que en estos momentos no sería del agrado de nadie en la NASA.
También sería una enorme decepción para el más de un millón de personas que se han congregado para presenciar en directo el momento histórico a lo largo de las playas del Cabo Kennedy. Se mezclan coches, caravanas y tiendas de campaña de quienes han pasado aquí la noche para conseguir un buen sitio. Los que han esperado al último momento para venir están atrapados en las retenciones que saturan los alrededores. A las ocho y media de la mañana, las nubes abren paso a un sol intermitente, del que los asistentes se protegen con sombreros y gorras. El termómetro roza ya los 30 grados centígrados.
Los fotógrafos y periodistas observan desde el área VIP, la más cercana al cohete donde la NASA permite que haya espectadores, a 5 kilómetros. Es un perímetro de seguridad para evitar que haya heridos en caso de un accidente que haga explotar el cohete. Se despliegan las cámaras, las libretas y las radios, para seguir los comentarios de Jack King, que va informando religiosamente de todas las novedades.
La expectación casi se puede palpar.
A 110 metros de altura, Armstrong, Collins y Aldrin continúan con las comprobaciones técnicas, sin pausas. Todo su entrenamiento, todo su esfuerzo, toda su pasión, ha tenido como meta este viaje. A apenas minutos para el despegue, sin embargo, se mantienen tranquilos. “Estamos muy cómodos, es una mañana muy buena”, responde Neil Armstrong al equipo de comprobaciones cuando le preguntan por el estado de la tripulación. La cuenta atrás sigue adelante, todo va como la seda.
“55 segundos y contando”, anuncia Jack King. “Neil Armstrong acaba de informar: ‘Ha sido una cuenta atrás realmente tranquila’”. Las frases se aceleran en la boca de King, famoso por su aplomo. “30 segundos y contando. Los astronautas informan: ‘Estamos bien’”.
“Doce, once, diez, nueve, empieza secuencia de ignición”. Los motores F-1 de la primera fase del Saturno V desatan su rugido, alimentados por oxígeno líquido y un combustible similar al queroseno. Una explosión ensordecedora se extiende desde la plataforma de lanzamiento, evacuada poco antes, hasta kilómetros de distancia. Las llamaradas en la base del cohete, envuelta ahora de una humareda anaranjada, impulsan sus casi 3.000 toneladas hacia el cielo. El suelo se sacude. “… Seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero. Todos los motores activados. ¡Despegue! ¡Tenemos despegue! Pasan 32 minutos de la hora en punto. Despegue del Apollo 11”, celebra King, su voz teñida de exaltación.
Dentro de la nave, los astronautas apenas oyen el ruido del cohete bajo ellos, aunque sí notan una intensa vibración. El Apollo 11 supera una fase crítica: sobrepasa la torre de lanzamiento en un ascenso vertical sin ninguna anomalía. Justo después, el control de las comunicaciones, hasta ahora responsabilidad del Centro de Control del Lanzamiento en Cabo Kennedy, pasa a Houston, al Centro de Control de la Misión del Centro de Naves Espaciales Tripuladas.
Una explosión ensordecedora se extiende desde la plataforma de lanzamiento hasta kilómetros de distancia. Las llamaradas en la base del cohete, envuelta ahora de una humareda anaranjada, impulsan sus 2.800 toneladas hacia el cielo. El suelo se sacude.
“Tenemos maniobra de inclinación”, informa Armstrong. “Recibido. Inclinación”, confirma desde Houston Bruce McCandless, que es el responsable de la comunicación con la tripulación y también astronauta del programa Apollo. El cohete se desvía hacia el este para situarse en órbita terrestre. El Saturno V gana cada vez más velocidad gracias al impulso de los motores de su primera fase, los más potentes del mundo. Sólo funcionan durante dos minutos y medio. Es suficiente: en ese breve lapso de tiempo, empujan la nave hasta 67 kilómetros de altitud. Cuando se apagan los F-1, la nave va a una velocidad de casi 10.000 kilómetros por hora y experimenta una aceleración de cuatro veces la gravedad terrestre.
Completada su misión, la primera fase del Saturno V se precipita al Atlántico. Se enciende la segunda fase, propulsada por hidrógeno y oxígeno líquidos.
Si bien su voz suena calmada, el corazón de los astronautas delata sus nervios. Armstrong ha alcanzado las 110 pulsaciones por minuto. Collins está en 99, y Aldrin, en 88. Bruce McCandless y Neil Armstrong continúan comunicándose, comprobando cada pocos segundos que todos los pasos durante el despegue siguen el plan a la perfección. “Sí, por fin me han dado una ventana para mirar afuera”, interviene Mike Collins, como para relajar el ambiente.
Nueve minutos tras el despegue, la segunda fase del Saturno V se extingue y se separa para unirse a la primera en el Atlántico. Ya sólo queda la tercera fase, que tras un breve impulso acaba de situar al Apollo 11 en órbita en torno a la Tierra. “Nuestra lista de comprobación de la inserción está completa y no tenemos ninguna anormalidad”, informa Armstrong. Los tres astronautas y los controladores de la misión respiran aliviados. La primera fase crítica de la misión ya está superada.
Si bien su voz suena calmada, el corazón de los astronautas delata sus nervios. Armstrong ha alcanzado las 110 pulsaciones por minuto
La ingravidez ha invadido la nave, pero para los tripulantes del Apollo 11 no es ninguna novedad. Los tres astronautas ya han estado en el espacio anteriormente, durante el proyecto Gemini. Neil Armstrong comandó en 1966 la misión Gemini 8, la primera en la que la NASA logró un acoplamiento de dos naves en el espacio, aunque poco después un cortocircuito en un motor las hizo comenzar a girar sin control. Al ver que no había solución, y a pocos segundos de perder la conciencia por la rotación descontrolada, Armstrong decidió desconectar los motores principales y activar el sistema de regreso a la Tierra, con lo que la misión terminó prematuramente. Gracias a esa decisión, él y su piloto, Dave Scott, esquivaron la muerte por los pelos.
Mike Collins y Buzz Aldrin tuvieron más suerte en sus respectivas misiones, Gemini 10 y Gemini 12. Los dos practicaron maniobras de acoplamiento e incluso salieron al exterior durante horas. Aldrin, quien a tal efecto se preparó casi obsesivamente, entrenando más de lo que la NASA le requería, ostentó durante años el récord del paseo espacial más largo.
Ahora el Apollo 11 sobrevuela la Tierra en una órbita estable de 180 kilómetros de altitud, mientras los astronautas comprueban todos los sistemas de la nave antes de poner rumbo a la Luna. Sobrevuelan el Atlántico, luego el sur de África, Australia y el Pacífico, donde es de noche. En ese momento, se permiten un respiro ante una vista espectacular.
“¡Maldita sea, es precioso! Es irreal. Lo había olvidado”
“Oh sí, preparaos para la salida del sol”, avisa Mike Collins. “Eh, tenemos al novato con nosotros. No ha visto muchas de esas”, chincha a Armstrong; de los tres, el comandante es el que acumula menos horas de vuelo en el espacio, por la interrupción del Gemini 8.
Armstrong le responde con una carcajada. “No tenemos muchas en este vuelo, así que disfrútala mientras puedas”.
“Jesucristo, ¡mirad ese horizonte!”, exclama Collins.
“¿No es maravilloso?”, coincide Armstrong.
“¡Maldita sea, es precioso! Es irreal. Lo había olvidado”, continúa Collins, extasiado.
“Hazle una foto”, sugiere el comandante.
“Oh, sí. Lo haré. He perdido la [cámara] Hasselblad. ¿Alguien ha visto una Hasselblad flotando por ahí? No puede haberse ido muy lejos, esa desgraciada”, Collins se indigna. “¡Bueno, esto me cabrea! Se ha ido la Hasselblad”. El piloto del módulo de mando la continúa buscando, sin éxito, mientras la nave sigue avanzando y desaparece la oportunidad de fotografiar el sol emergiendo por el horizonte. “Me abochorna decir que he perdido una Hasselblad. Parece que soy propenso a ello”. Collins ya perdió una de esas cámaras, de 470 dólares, cuando se le escapó de las manos durante su paseo espacial en el Gemini 10.
“Mejor que la encuentres antes de la inyección translunar”, le suelta Aldrin.
Tras un pequeño rodeo por la nave, Collins termina dando con la cámara desaparecida. “Estaba flotando en el mamparo de popa”, se excusa. Sin perder un segundo más, se pega a la ventana, maravillado por las vistas. “No tengo ni idea de hacia dónde estamos apuntando, ni hacia dónde vamos, ni nada, pero hay una preciosa borrasca ahí fuera”.
“Debemos de estar pasado Hawái”, estima Aldrin.
El Apollo 11 completa una órbita y media a la Tierra antes de desviarse hacia la Luna, casi tres horas después del despegue. Otro empuje de la tercera fase del Saturno V permite a la nave escapar de la gravedad terrestre; es la maniobra de inyección translunar.
“Eh, Houston, Apollo 11. Ese Saturno nos ha dado un viaje increíble”, comunica Armstrong a la Tierra, mientras los astronautas se alejan de su planeta a 44.800 kilómetros por hora.
Todavía queda una maniobra antes de que los astronautas puedan descansar. Durante el lanzamiento, el módulo lunar, el vehículo que aterrizará en la Luna, ha estado escondido entre la tercera fase del Saturno V y el módulo de mando. Para que dentro de cuatro días Armstrong y Aldrin puedan entrar en él y descender hasta la Luna, debe colocarse delante del módulo de mando.
Con suma suavidad, a pesar de estar viajando a más de 40.000 kilómetros por hora, el piloto Mike Collins despega el módulo de mando del cohete y da un giro de 180 grados. Los tres hombres vislumbran un instante la Tierra a través de las ventanas; se encuentran ya a más de 12.000 kilómetros de distancia. El morro del módulo de mando se acerca muy lentamente al módulo lunar, en una maniobra que Collins ha ensayado cientos de veces. Esta vez gasta un poco más de combustible del que querría, pero sale a la perfección. Con un chasquido que resuena en el interior de la nave, se cierran los doce pestillos que unirán las dos naves del Apollo 11 hasta que lleguen a la Luna.
“Y Houston, quizá os interese que por la ventana de mi izquierda ahora mismo puedo ver el continente entero de Norteamérica, Alaska, sobre el polo, hasta la península de Yucatán, Cuba, la parte norte de Sudamérica y luego me quedo sin ventana”, interviene Armstrong durante la maniobra. La vista de la esfera terrestre entera desde la lejanía, un hogar precioso y frágil en la inmensa negrura del espacio, es una de las imágenes que más ha impresionado a la humanidad. Los veteranos astronautas no son una excepción.
El Apollo 11, ahora en la configuración para aterrizar en la Luna, se separa de lo que queda del Saturno V. Abandonada en el espacio, la última fase del cohete hace un último acto de sacrificio para mantener a salvo la tripulación. Con el combustible restante, se enciende una vez más para situarse en una órbita en torno al sol, donde se perderá en silencio, lejos de la humanidad que la creó. Cincuenta años más tarde seguirá en paradero desconocido.
Los astronautas continúan su viaje, relajados. “Eh, quizá deberíais llamar a Lew y decirle que a lo mejor llegamos un poco tarde a cenar”, avisa Aldrin a Houston. Es la primera noche en dos semanas que no disfrutan de una cena de Lew Hartzell.
El Apollo 11 se ha puesto en lo que se conoce coloquialmente como “modo barbacoa”, que consiste en girar lentamente para evitar que el sol caliente en exceso uno de los dos costados. Así, en sus escotillas se alternan vistas de la Tierra, que cada vez se hace más pequeña, y de la Luna en cuarto creciente. Cuando Houston les desea buenas noches y los tres hombres se van a dormir, han recorrido casi un tercio de los 386.000 kilómetros que separan la Tierra de su satélite. Su aventura no ha hecho más que comenzar.
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